domingo, 25 de octubre de 2009

PVC-1 de Spiros Stathoulopoulos, Una bomba de tiempo

La opera prima del joven realizador colombiano de ascendencia griega Spiros Stathoulopoulos, nos enfrenta a una paradoja: la sentimos como una historia de alcance universal sobre los límites de la maldad humana, pero, al mismo tiempo, sabemos que sólo podría haber sido imaginada en un escenario tan degradado como el de nuestra historia reciente de violencia. Y esto último a pesar de que el director, en una de las tantas decisiones inteligentes que toma en el curso de la película, omite cualquier referencia directa que permita al espectador hacer sociología a la colombiana; en este simple gesto de modestia radica la diferencia de Spiros frente a la mayoría de directores nacionales. Mientras nuestro cine habitual intenta hacer grandes discursos sobre el país y dejar sentada una idea de la colombianidad, generalmente simplificada y vulgar, PVC-1 pone todo su empeño en contar su historia y en encontrar la mejor manera para hacerlo.

Y la encuentra: una vez terminada la película, estamos seguros de que
la agobiante jornada de la protagonista, atrapada entre una bomba de tiempo que le rodea el cuello (el tristemente célebre collar bomba), necesitaba ser mostrada en un solo plano de 84 minutos: un largo temblor sin cortes que el espectador experimenta como un pedazo de tiempo robado al horror. Las vacilaciones que la película pueda tener (actuaciones no siempre convincentes o algunos diálogos artificiosos, entre otras), propias de un rodaje milimétricamente cuidado y donde la decisión técnico-narrativa del plano secuencia condiciona todos los demás aspectos, se ven claramente superadas por el impacto que logra.

La película tuvo un estreno difícil y rodeado de aves de mal agüero que afirmaron que el público colombiano no está preparado para soportar una película que obliga al espectador a un ejercicio de atención tan extremo, ni para verse confrontado en un espejo que le devuelve una imagen tan deforme. Está claro que los que piensan así tienen interés en que el cine nacional siga siendo algo rutinario e inofensivo, en un país que día tras día nos debería escandalizar.

PVC-1. Dir: Spiros Stathoulopoulos. Intérpretes: Mérida Urquía, Daniel Páez, Alberto Zornoza. Colombia, 2007, 84 min.

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La pasión de Gabriel, de Luis Alberto Restrepo. Cine para fast thinkers

Las películas no son personas y resulta ingenuo concederles atributos morales. Sin embargo, y sobre todo respecto a películas que no convencen del todo, o que desplazan su interés de los valores cinematográficos a otros planos de la discusión, terminamos por caer en la trampa, y para simplificar las cosas o salir del paso, hablamos de ellas en esos complicados términos. Ocurrió así con La pasión de Gabriel (2009) de Luis Alberto Restrepo (La primera noche), que algunos, por los días de su estreno en las salas comerciales del país, calificaron de película honesta.

Incluso siendo muy condescendientes, resulta difícil no ver la torpeza y apresuramiento de su narración, su look televisivo y su consecuente desinterés por construir cinematográficamente el espacio de la acción y las relaciones entre los personajes, y su amplia gama de concesiones para volverse más accesible. Pero al mismo tiempo se trata de un filme sobre asuntos social y políticamente relevantes: el papel de los sacerdotes en comunidades sacudidas por el conflicto armado, la encrucijada de los jóvenes a la hora de decidir entrar a formar parte de grupos irregulares en ausencia de futuros más prometedores, la corrupción de la administración pública, la arrogancia de la jerarquía eclesiástica y su distancia frente a una iglesia de base popular, la dinámica de los falsos positivos. Y etcétera, etcétera, etcétera.

Andrés Parra en La pasión de Gabriel.
Recalco lo interminable de esta enumeración porque el principal defecto que atenta contra la “honestidad” de la película es su necesidad de enunciar una gran variedad de conflictos para después dejarlos en el aire sin ningún desarrollo, y el desmesurado propósito de ofrecer un mapa general de la realidad colombiana; es decir, un cine que está más cerca de las afirmaciones de la sociología que de las preguntas del arte.

Uno de los principales problemas de La pasión de Gabriel, paradójicamente, es aquello en lo que muchos han visto su virtud principal: el personaje protagonista y el actor que lo encarna. Andrés Parra, premiado como mejor actor en el festival de Guadalajara 2009 (donde el cine colombiano era invitado de honor) interpreta a un sacerdote desmedido en lo que hace y con dificultades para calcular las consecuencias de sus actos. En resumidas cuentas se trata de un “bacán” que hace hasta lo imposible por ganarse el favor del público, y según entiendo lo consigue en amplios sectores. Pero el cura que encarna Parra resulta tan simpático que no demora en convertirse en un elemento casi folclórico y pintoresco dentro del filme, mucho más cuando, en analogía tremendamente pretenciosa, quiere comparársele con Cristo: treinta y tres años, incómodo para la autoridad y el poder y finalmente martirizado.

Una sola de las angustias que sacuden “el alma en llamas” de Gabriel, habría dado para una película. Todas juntas, como lo están, revelan un afán por decir cosas importantes que termina en una penosa superficialidad. Sirva de ejemplo el intento de promover el filme como un desafío a la institución del celibato dentro de la Iglesia católica; si bien es cierto que en medio de sus peleas con otros curas, el ejército, la guerrilla o los políticos, Gabriel mantiene una relación con la mujer más bonita del pueblo, el affaire ni siquiera es vivido con angustia por el personaje, por lo cual el debate moral es inexistente. Los episodios sexuales se ven en la película mucho más como una concesión al melodrama y al morbo del público que como un discurso crítico.

Molesta, por último, que el filme esté construido con retazos de todas partes: paisajes de Risaralda (anulados por un montaje y una mirada que nunca los hace protagonistas), música llanera, actores bogotanos. Ninguna de estas elecciones parece corresponder a una necesidad intrínseca de la película. Como en los tiempos pasados de las coproducciones internacionales, aquí todos tienen su cuota, y nada es auténtico.

Valga decir que la honestidad en el cine no está en los temas sino en la mirada; esta última sí implica siempre un universo moral, la focalización de la atención sobre uno u otro aspecto del filme, la posibilidad, para el director y su equipo, de tomar decisiones. Y en La pasión de Gabriel todas las decisiones estéticas lucen condicionadas por el automatismo de la producción en serie, por el trazo grueso, por la desatención al detalle donde podría emerger la vida de la película. La pasión de Gabriel es cine viejo y mandado a recoger.

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Los actores del conflicto, de Lisando Duque, Actores sin conflicto

El de Lisandro Duque fue un cine capaz, en sus mejores momentos, de expresar el carácter de la vida en la provincia. “Tan mirón, tan escuchador, tan sastre de ropas y de almas”, como diría Fernando González de Tomás Carrasquilla. Filmes como El escarabajo, Visa USA, Milagro en Roma y Los niños invisibles están hechos de esas miradas oblicuas y escépticas, pero al mismo tiempo inocentes, que definen el ser particular de pueblos y caseríos.



En Los actores del conflicto, tres artistas populares se ven accidentalmente en poder de un sofisticado cargamento de armas y deciden sacarle provecho, haciéndose pasar por guerrilleros desmovilizados para obtener beneficios y una visa que les permita salir del país. El argumento sirve para poner en juego los distintos móviles del conflicto colombiano, aunque de forma indirecta y esquemática. Duque vuelve a dejar claro que le interesa más la anécdota que los personajes, y en la elección, a no dudarlo, se sacrifican el realismo y la verosimilitud. A algo tan salvaje y desproporcionado como el conflicto colombiano le sienta mal esa mirada ingenua que tan bien podía funcionar en las películas previas del director. En Los actores la ingenuidad es de la película, no de la mirada.


El filme de Duque es muy ilustrativo para quienes gustan de clasificar el cine colombiano con raseros generacionales. El cine “viejo” le apuesta a la ideología y las buenas historias; pero una película se define en la puesta en escena. No quiere esto decir que los directores jóvenes lo hagan mejor, pero lo intentan de otra manera. Los actores es una película vieja en un cine que todavía no ha visto lo nuevo.


LOS ACTORES DEL CONFLICTO. Dir: Lisandro Duque. Intérpretes: Arianne Cabezas, Mario Duarte, Vicente Luna, Coraima Torres. Colombia, 2008, 100 min.

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Te amo Ana Elisa, de Robinson Díaz y Antonio Dorado. La mujer maravilla y el bobo

No se parece a ninguna película colombiana. Esa es la virtud y la desgracia de Te amo Ana Elisa. Virtud porque en un cine tibio como el nuestro, arriesga mezclas imprudentes: tragedia y comedia, ridículo y ternura, maldad y compasión. Virtud porque construye un sui generis personaje femenino – interpretado por Adriana Arango – que no se doblega ante un mundo hostil ni se acomoda a sus condiciones. Virtud porque sus primeras escenas, en un barrio popular de Medellín, son visualmente deslumbrantes aunque a los puristas del realismo les resulten cosméticas. Virtud porque el viaje a Bogotá que emprende la protagonista, estudiante de medicina, con su hermano bobo (Robinson Díaz), no es un viaje hacia el crimen y la degradación, a la usanza del cine made in Colombia, sino hacia la independencia y la integridad.

Adriana Arango y Juan Carlos Vargas en Te amo Ana Elisa.
Pero desgracia, a su vez, porque el espectador va a quedar desconcertado. No es una comedia simplificadora y arquetípica, como las de Dago García o Rodrigo Triana, que trabajan sobre los códigos aprendidos del espectador para darle más de lo mismo. Pero tampoco es una tragedia como las de Víctor Gaviria, que investigan cada detalle de la puesta en escena para no traicionar la realidad. Y el público, esquivo e intolerante, exige menos ambigüedad.

Robinson Díaz y Antonio Dorado dirigieron el guión de Adriana Arango; arriesgan mucho y a veces pierden: la identidad visual del comienzo, que recuerda la estética de Ciudad de Dios, se deshace con el paso de los minutos, y el esperpento y lo kitsch terminan ganando la partida. Es inevitable pensar que las tensiones del rodaje, comidilla de los medios hace poco, afectaron la unidad y coherencia. Con todo y sus bemoles es un filme entrañable, capaz de hacernos solidarios con el destino de unos personajes, por una vez, superiores a su entorno.


TE AMO ANA ELISA. Dirs: Antonio Dorado y Robinson Díaz. Con: Adriana Arango, Robinson Díaz, Juan Carlos Vargas. Colombia, 2008, 104 min.

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Ni te cases ni te embarques, de Ricardo Coral. La comedia nuestra de cada año

Como las discusiones sobre el salario mínimo o la infaltable selección de personajes y hechos del año, cada diciembre nos trae, inevitablemente, una nueva película del productor, director y libretista Dago García. Las hubo buenas como La pena máxima, aceptables como Te busco o Es mejor ser rico que pobre y discretas como La esquina, Mi abuelo, mi papá y yo o Las cartas del gordo. Sin olvidar que en su prehistoria como productor, Dago apoyó dos películas experimentales de Ricardo Coral (La mujer del piso alto y Posición viciada) en las que es difícil reconocer la carrera posterior de ambos personajes. Coral vuelve a estar tras la cámara en Ni te cases ni te embarques, pero el ánimo con el que asume la dirección deja ver claramente que se trata de un trabajo por encargo.

El cine de Dago García pone siempre las cartas sobre la mesa desde las primeras secuencias; se trata de comedias populares, con actores reconocidos en la televisión (en este caso Víctor Hugo Cabrera), narración de gran simplicidad y muchos referentes de identificación fácil para el espectador, ya sean prejuicios sociales, sitios emblemáticos o marcas comerciales que por cierto ayudan a redondear el buen negocio que son sus películas. Ni te cases ni te embarques se centra en un personaje que huye de los compromisos afectivos de largo alcance y a quien las circunstancias ponen a las puertas de cometer un crimen. Aquí la inmadurez emocional se mezcla con la cultura de lo fácil.

Como en otras comedias contemporáneas (cabe mencionar las de Judd Apatow o, en otro extremo, las del argentino Daniel Burman), Ni te cases ni te embarques pone en circulación todo un arsenal de valores conservadores. Más allá de la familia, la pareja o el grupo de amigos, todo es anomalía. Es un buen mensaje social pero muy mal cine. Bastante lejos, por cierto, de la mejor tradición de la comedia, que siempre contiene un sustrato desestabilizador.

NI TE CASES NI TE EMBARQUES. Dir: Ricardo Coral. Prod: Dago García. Con: Víctor Hugo Cabrera, Andrea Noceti, Juliana Botero. Colombia, 2008, 86 min.

Nochebeuna, de Camila Loboguerrero. ¿Quién es el marrano?

“Las pirámides de Egipto se construyeron con camellos, las de Colombia con marranos”, reza un chiste que circula por estos días de emergencia social. Y es que el insólito animal que muchos colombianos sacrifican en la Navidad, no solo se mueve libremente por los últimos planos de Nochebuena, sino que es una presencia constante –literal o figurada– en el tercer largometraje de Camila Loboguerrero. La película se apropia de este símbolo nacional para dar cuenta, en tono cómico y mordaz, de esa ley de la selva que parece imperar en el país, donde el vivo vive del bobo y todo “depende el marrano”.

La acción sucede –casi en su totalidad– un 24 de diciembre en la finca de una prestigiosa familia de apellido Uribe, cuando los negocios de especulación financiera de uno de los hijos se vienen al piso arrastrando con su suerte el patrimonio de no pocos incautos, de dentro y fuera de la casa. El tema es increíblemente oportuno y la película revela, en este y otros detalles, una fina capacidad de observación del entorno social.

Por supuesto que el asunto central es el mismo de casi todo el cine colombiano: el dinero fácil, y que en el tratamiento se abusa de los estereotipos para comodidad del espectador. Pero eso no impide reconocer que Nochebuena tiene momentos donde lo cómico sirve para hacer comentarios críticos más que chistes fáciles, y que los personajes, pese a estar caricaturizados, conservan en la mayoría de los casos el suficiente espesor humano para volverse creíbles. Por último, es innegable que la narración fluye de manera ágil sin dar tregua al espectador. La directora de la ingenua Con su música a otra parte (1984) y la pesada y reverencial María Cano (1990), ha hecho después de casi dos décadas el mejor largometraje de su carrera.

NOCHEBUENA. Dir: Camila Loboguerrero. Con: Matías Maldonado, Conny Camelo, Consuelo Moure. Colombia, 2008, 90 min.

El Man, de Harold Trompetero. Gracias Divino Niño!

Se necesita fe a borbotones para ver El Man. Y ya no es la que se le pedía al maltratado espectador colombiano para convencerlo de ir a ver un nuevo esfuerzo del cine nacional. Ahora es fe en sentido estricto. El personaje principal es un taxista que, a su pesar y amparado en el poder del Divino Niño, se convierte en superhéroe; y el antagonista es un vulgar especulador inmobiliario. Alrededor de ambos personajes, ostensiblemente ridículos, hay, por un lado, un barrio popular en camino de ser demolido, con su buena y pobre gente, y por otro, una oficina de serviles funcionarios.

Son temas y ambientes que recuerdan La estrategia del caracol. Pero la película de Cabrera era un homenaje a la resistencia popular, mientras en El Man todos los gestos, colores, costumbres o lenguaje de la “gente del pueblo”, están mirados desde la superioridad de quien filma lo popular sin untarse de sus miserias. Con el ojo bien puesto en la taquilla, Harold Trompetero dirige una película descabellada, que hace reír solo por el tamaño de su desproporción. Y que degrada no digamos el cine como arte, sino el oficio mismo de hacer películas en Colombia, cuando ya se creían superadas las épocas del legendario Jairo Pinilla, creador de ‘Kondor El Mago’, el verdadero primer superhéroe nacional.

En El Man todo cuanto ocurre es inverosímil e incongruente: se le exige al público que lo crea todo, sin justificar nada. El argumento, el guión y la puesta en escena se toman todas las licencias. Pero no se trata de libertad artística; son las gracias del Divino Niño que puede convertir, por puro capricho, una comedia en una película fantástica. Lo único congruente de El Man es cuando el antagonista llama por celular a un tal Dago, y lo tranquiliza diciéndole: “Si está feo no se preocupe. Eso es para pobres”. Y los pobres somos todos nosotros.

EL MAN: Guión, dirección y producción: Harold Trompetero. Con: Bernardo García, Fernando Solórzano, Inés Prieto, Aída Bossa. Colombia, 2009, 100 min.

lunes, 23 de marzo de 2009

Oscar Campo: La paranoia como fin de la historia*

*Este texto fue escrito originalmente para la revista de los Rencontres Cinémas d'Amérique Latine de Toulouse, Francia.

This is the way the world ends
This is the way the world ends
This is the way the world ends
Not with a bang but a whimper

De esta manera el mundo termina
De esta manera el mundo termina
El mundo termina de esta manera
No con una explosión sino con un lamento
T.S. Eliot, The Hollow Men, 1925

Por Pedro Adrián Zuluaga

La obra del director colombiano Óscar Campo (Cali, 1956) ha mantenido una perturbadora coherencia, desde sus documentales de comienzos de los noventa hasta sus trabajos más recientes, que incluyen su opera prima en el largometraje de ficción: Yo soy otro (2008). Lo que incomoda en esta continuidad es tanto su gusto por el delirio y la locura, por las cloacas y las sectas, por los submundos y las conspiraciones, como el hecho de que estas elecciones de atmósferas y personajes no estén acompañadas por un relato tranquilizador donde la anormalidad sea al fin neutralizada, a la manera del cine mainstream. Al contrario, en sus documentales y en el largo de ficción, Campo sobrepone un discurso crítico, intelectual y distanciado, para separase de la emotividad y el sentimentalismo de las narraciones convencionales, que reposan sobre categorías que el director hoy considera ilusiones de la gran familia bienpensante: realidad, identidad, progreso.

El director Oscar Campo
Pero la coherencia de la que hablamos no significa que la obra de Campo haya permanecido inalterable al paso del tiempo; ésta ha tenido giros y profundizado en su visión apocalíptica de una época como la nuestra, donde la sucesión de los hechos, que ocurren con asombrosa velocidad, puede volverse un reto frente al cual el pensamiento tiende a claudicar y donde triunfa la condescendencia y el anti intelectualismo. A partir de El proyecto del Diablo (1999), los trabajos de Óscar Campo hacen lecturas estético-políticas de la sociedad colombiana apelando a la construcción de metáforas y alegorías que impiden la transparencia de los códigos comunicativos. Esta última etapa de su obra coincide con la intensificación del conflicto armado en el país durante el periodo presidencial de Andrés Pastrana (1998-2002) y con el proceso de paz de ese gobierno con el grupo guerrillero de izquierda FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), cuyo fracaso favoreció, a no dudarlo, el autoritarismo actual, en el que la sociedad ha confiado la gestión de sus miedos y ansiedades.

Ver El proyecto del diablo, en este link:

http://vimeo.com/43887253

 Los documentales Tiempo de miedo (2000), Informe sobre un mundo ciego (2001), Noticias de guerra en Colombia (2002), y la ficción Yo soy otro, pueden verse desde esta coyuntura política, que tiene por supuesto muchos más matices (especialmente la centralidad del narcotráfico en la vida social, económica y política del país desde finales de los años setenta); pero los trabajos mencionados son también, en altísimo grado, una ruta para entender el proceso de pensamiento del propio director y los marcos que usa para entender la opaca y huidiza realidad: son su biografía intelectual. El propio Campo lo ve así: “hemos entrado en los últimos diez años en un torbellino de acontecimientos que trastornan nuestras antiguas certezas; los signos rotan, y en los lugares en que podíamos reconocernos, encontramos elementos familiares que están mutando en algo que puede ser perturbador y amenazante” (1).

Un relato generacional
Óscar Campo era todavía muy joven cuando el Grupo de Cali, después llamado Caliwood, irrumpió en la adormecida escena del cine colombiano, al comienzo de los años setenta. Los directores más interesantes de esa época (José María Arzuaga, Julio Luzardo, Francisco Norden, Marta Rodríguez, Jorge Silva) no eran ajenos a las arduas discusiones que se daban en el contexto latinoamericano sobre el carácter que debía tener el Nuevo Cine de una región marcada por una historia de dominación que aún no terminaba. Frente a esos debates, donde no pocas veces el gran ausente era el cine, el grupo de Cali asume de entrada una posición que si bien no es opuesta en términos políticos si desborda los marcos ideológicos al uso. Los directores Luis Ospina y Carlos Mayolo y el escritor Andrés Caicedo, principales figuras del grupo, eran sobre todo impenitentes cinéfilos que podían valorar un amplio rango de producciones fílmicas, de Bergman hasta Roger Corman. La salida de esa cinefilia, antes que la producción de películas propias, fueron el Cineclub de Cali y la revista Ojo al cine, que publicó cinco emblemáticos números entre 1974 y 1976, un años antes del suicidio de Caicedo. Por mucho que Ospina y Mayolo quisieran también hacer un cine de transformación social, con una mirada crítica de su entorno más inmediato como queda claro en trabajos como Oiga vea (1971) y Agarrando pueblo (1977), la matriz ideológica es sometida por ellos a unos procedimientos de enunciación más sofisticados. En estos dos cortos, precisamente, la conciencia del dispositivo fílmico hace la diferencia frente a la no pocas veces grosera simplificación del cine político de aquellos años.

Campo asistía a las míticas sesiones del cineclub, donde conoció a Caicedo, y se vinculó rápidamente a una atmósfera intelectual que al final de los setenta y comienzos de los ochenta no sólo respiraba cine sino una “peligrosa” mezcla de influencias culturales. La ascendencia de Caicedo, con su desmesurada y caótica energía, había sido reemplazada por las lecturas críticas del sicoanálisis y el marxismo emprendidas por Estanislao Zuleta, la nueva historia de Germán Colmenares y las teorías de la comunicación de Jesús Martín Barbero, entre otros. “Estaban muy distantes –recuerda Campo refiriéndose a estos intelectuales– de la cinefilia total del Grupo de Cali. […] En las universidades es mucho más importante la cultura letrada y el ensayo” (2). El ensayo, por su capacidad argumentativa, se convirtió entonces en el modelo retórico de expresión para analizar los fenómenos sociales y culturales.

Campo, una vez vinculado a la Universidad del Valle y a su Escuela de Comunicación, aceptó el nuevo reto de hacer ensayos audiovisuales, textos posibles una vez “Perdidas las ilusiones de la objetividad y del realismo analógico de la imagen cinematográfica […] un texto fundado en una lógica distinta a la de la ficción […] un discurso sobre el mundo que ofrece reflexiones y pruebas, que para algunos está en posición de igualdad con el ensayo escrito, el informe científico o el reportaje. Un texto en el que prevalece el logos sobre el mythos” (3). Y aceptó hacerlo en un contexto donde había pocas posibilidades de elección. Eran los años, a finales de los ochenta, en que resultaba inminente e inevitable la desaparición de la Compañía de Fomento Cinematográfico- Focine, entidad que había liderado el apoyo estatal a la producción de películas desde 1978. Dentro de ese marco legal, directores caleños como Luis Ospina con Pura Sangre (1982) y Carlos Mayolo con Carne de tu carne (1983) y La mansión de Araucaima (1986) dieron su salto al largometraje; y el mismo Óscar Campo dirigió los mediometrajes Valeria (1986) y Las andanzas de Juan Máximo Gris (1987).

Pero a finales de los ochenta, y en una situación que es similar en muchos países latinoamericanos, las políticas neoliberales se impusieron y los subsidios estatales fueron mirados con sospecha. En 1992 se decretó el fin definitivo de Focine tras muchos años de estar muerto en la práctica. Pero al mismo tiempo, desde mediados de los ochenta se crearon canales regionales de televisión y el video empezó a ser considerado como una alternativa válida de expresión, con posibilidades de perfilar a su vez un nuevo lenguaje. Estas dos variables permitieron la creación del espacio documental Rostros y rastros (1988-2001), producido por UV-TV, la programadora de la Universidad del Valle y emitido por el canal regional Telepacífico.

La mirada de los otros
En Rostros y rastros, Óscar Campo encontró un vehículo ideal para analizar y expresar las nuevas dinámicas urbanas, hasta entonces prácticamente ignoradas por un cine volcado a servir de reparación simbólica del pasado traumático, lleno de memorias rurales y premodernas, y una televisión mayoritariamente empeñada en ofrecer visiones codificadas del país. Influidos por Luis Ospina, que en 1986 había realizado en video Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos y que dos años después con Ojo y vista peligra la vida del artista inauguró las emisiones de Rostros y rastros, los documentalistas que trabajaron en este espacio perfeccionaron un estilo nuevo en la producción de ese género en el país, que tenía sus clásicos en la obra indigenista y campesina de Marta Rodríguez y Jorge Silva. En Rostros se destacaban: “entrevistas en las que se eliminaba tanto la pregunta como el narrador omnisciente. Desarrollo temático por bloques, juegos visuales entre cada bloque y más tarde video clips. Después aparecieron otros elementos importantes como las teorías culturales en boga entre los profesores de comunicación social. La antropología urbana, las historias de vida, las reflexiones sobre la representación y la escritura” (4).

Para Ramiro Arbeláez, profesor de la Universidad del Valle y uno de los primeros miembros del Grupo de Cali: “Rostros y rastros debe ser rescatado como experiencia estética. […] Y todo empezó con la herencia de Luis Ospina que tiene a su vez antecedentes en el documental estadounidense y en el cinéma vérité francés: el respeto por el otro. Esto implica otorgarle la palabra para que sea el quien se exprese y cuente su historia. Se trata primero de una necesidad social (la de ser oído) y luego de una ética (la de ceder la palabra) que tiene repercusión en la estructura del documental” (5).

Recuerdos de sangre (1990) y Un ángel subterráneo (1991), son los dos documentales dirigidos por Óscar Campo en esta fase inicial de Rostros y rastros que mejor anunciaban las coordenadas en las cuales se orientará su producción a partir de El proyecto del Diablo. Los tropos de la violencia como pulsión repetitiva y de la perturbación mental como estado del mundo, están presentes en uno y otro trabajo, respectivamente. Aunque estos son también los años del acercamiento de Campo a procesos de creación artística y de producción de pensamiento que ocurrían en la Cali de la época: Óscar Muñoz: Retrato (1992), Fernell Franco: Escritura de luces y sombras (1995) y Jesús Martín Barbero: Una mirada sobre la ciudad en América Latina (1996). Estos trabajos son posibles justo antes de que la transformación urbanística y cultural de Cali, atravesada por el fuego cruzado del conflicto político y el narcotráfico, provoque el éxodo de no pocos artistas e intelectuales y de que una sensación de pesimismo apocalíptico se apodere de algunos de los que se quedan, y entre ellos Óscar Campo. La ciudad construida como un sueño tropical en torno a un río se desvanece, y se levanta imponente y soberbio el paraíso efímero de la mafia.

La mirada del otro
Y ese paraíso efímero era ya otro paraíso perdido cuando en 1999 Campo realizó un ajuste de cuentas con el pasado reciente de la ciudad en El proyecto del Diablo. Este documental se sostiene en un monólogo de Fernando ‘La Larva’ Córdoba coescrito a dos manos por el propio personaje y por Campo. El discurso de este ángel subterráneo evoca los recuerdos de sangre de su generación, convertidos en tropos de la violencia: “Vengo de mala sangre / de gente del campo / oscura, encorvada sobre la tierra / ajenos a cualquier arte que no sea la bala y el machete. / De mi padre dicen que mató a algunos en la época de Laureano (6). / Será por eso que tengo la sangre caliente”. El personaje también dice de sí mismo que es un cáncer del 56, en referencia al año en que explotaron en Cali doce camiones del ejército con dinamita (7). Sobre el episodio, no del todo aclarado, existen varias versiones que el propio ‘Larva’ Córdoba pone en entredicho en su monólogo: que fue un atentado, pero que pudo ser también una disculpa para matar a alguna “gentuza”, campesinos que estaban llegando a Cali huyendo de la violencia y que amenazaban con sus cuerpos “otros” la precaria tranquilidad burguesa. Finalmente, en uno de sus sueños, el personaje cree haber sido abaleado y arrojado a las aguas del río Cauca; el espectador ilustrado del cine colombiano inmediatamente recuerda los cadáveres de El río de las tumbas (Julio Luzardo, 1965) y de Cóndores no entierran todos los días (Francisco Norden, 1984) y el tópico de los cuerpos desechables que nadie reclama y que el agua borra del recuerdo (8). Estas tres alusiones, dispersas en un discurso plagado de referencias culturales –que van desde el rock hasta el primer Vargas Llosa –, sirven al propósito de demostrar la circularidad de la violencia, su pathos repetitivo. Al mismo tiempo, son una historia de la otra Cali, la de las pandillas y los ‘drogos’ que buscaban los personajes de Andrés Caicedo, pero que con el paso de los años perderían todo carácter romántico para convertirse en la carne de cañón del narcotráfico y el conflicto armado.

Aparece de nuevo en El proyecto del Diablo la referencia a lo subterráneo y ominoso, a lo que ocurre en las profundidades y a espaldas del confort de las ciudades, las cloacas y sus guardianes que ya se insinuaban en El ángel subterráneo y El ángel del pantano (1997). También el carácter decididamente alegórico de un estilo que abandona lo poco que tenía de las falsas presunciones de la objetividad: los virus, las sectas, las conspiraciones hacen su entrada a un escenario gobernado por la paranoia y la sospecha, que se vuelve acusación al mundo, pero al mismo tiempo fascinación por sus flujos. El interés por lo testimonial y por las historias de vida capaces de crear la ilusión de un sujeto, cede el paso a un tipo de documental mucho menos transparente en su enunciación.

Informe sobre un mundo ciego es un paso más en esa crisis. Siguiendo una tradición que remite a Kafka, Saramago, Sabato o Fernando Vidal Olmos, el narrador del documental nos habla esta vez desde un incierto futuro a finales del siglo XXI, en una Cali que ha sido sepultada bajo una nube de radiación en el año 2065, y nos conduce a través de las imágenes recuperadas del archivo visual de la Universidad del Valle, lo único que sobrevive de la vieja ciudad de finales del siglo XX y principios del XXI. “[…] me aproximé el falso documental, la falsa ficción, el found footage y un arsenal de recursos que provenían del documentalismo crítico que se realizaba en todo el mundo, tratando de hacer mella en una falsa objetividad que estaba siendo instrumentalizada y mercantilizada por los medios más tradicionales y de mayor influencia” (9), dice Campo.

Es la misma instrumentalización de los contenidos y los testimonios que el director analiza en Noticias de guerra en Colombia. “[…] no es necesario ir tan lejos para cuestionar el relato realista testimonial en Colombia durante estos años oscuros, marcado como ha estado por una dinámica de instrumentalización que ha convertido este relato en una mercancía fluctuante que sirve a diferentes propósitos: en unos casos, de desenmascaramiento y denuncia, de juzgamiento político del terrorismo de estado; en otros, de denuncia de la lucha armada sostenida por los grupos insurgentes” (10). En este documental sobre el cubrimiento del conflicto por los noticieros de televisión, se hace visible además, entre otras estrategias de la guerra, como ésta necesita cuerpos: cuerpos “otros” que permitan la supervivencia de lo mismo. Estamos a un paso del universo desintegrado de Yo soy otro.

El doble, la máscara y los múltiples
En mayo de 2002, una mayoría de votantes colombianos elige como presidente a Álvaro Uribe Vélez, un político regional que creció en las encuestas y el reconocimiento del público con un discurso obsesivamente enfocado en la recuperación de la seguridad y la lucha frontal contra la guerrilla de las FARC, que en el periodo presidencial de Pastrana no sólo se había burlado del proceso de paz sino que había obtenido importantes triunfos estratégicos y militares. También en mayo de 2002 José y sus dobles, protagonistas de Yo soy otro, se dan cita para asesinarse en una discoteca de Cali.

Yo soy otro.
El guión de la película se había empezado a escribir muchos años antes, en 1991, después de la explosión de una bomba que Campo experimentó como un “acontecimiento” y que amenazó su propia estabilidad mental. El guión fue rechazado en varios concursos, porque, según la opinión de los jurados, no había en Colombia los recursos suficientes para lograr los efectos adecuados que la historia requería: “El presente guión –decía el proyecto–pretende ser una parodia, en primer lugar, de la frase de Rimbaud ‘Je est un autre’, que ha sugerido infinidad de interpretaciones a lo largo de este siglo; en segundo lugar, de una temática, la del doble, que ha inspirado una mitología y un género fantástico […] En el guión que usted tiene en sus manos, la intención es retomar el tema del doble como coartada para hablar de la Colombia actual, como un cuerpo social poseído por fuerzas oscuras que él mismo ha creado […] Pero también plantear una serie de inquietudes sobre esta época llamada post-moderna, en la que asistimos planetariamente a la desintegración de las identidades, de valoraciones sociales y morales. […] Pero a caballo de la temática del doble, se pretende trabajar otra ya esbozada en las películas sobre clones y replicantes: la del MÚLTIPLE” (11).

En Yo soy otro, José González es un ingeniero de sistemas que tiene un empleo bien pagado pero de precaria estabilidad y que vive sus días y sus noches en una suerte de no-lugares, sostenido en la ilusión del confort por el uso de drogas y de cuerpos que le restituyen el equilibrio perdido en la humillación diaria. José empieza a experimentar los síntomas de una enfermedad desconocida y a encontrase con otros yoes en una ciudad amenazante sacudida por la violencia. Campo utiliza el monólogo en la línea ya explorada en El proyecto del Diablo, pero no como evidencia del sujeto integrado sino como prueba de su evaporación en múltiples flujos que el personaje no controla: José es un hombres sin atributos. Los permanentes insertos de noticieros con imágenes de guerra, no pretenden funcionar como evidencias de una realidad, en singular, sino como otras tantas manifestaciones de una red de discursos incomprensibles.

Si bien el director coquetea con las estructuras y convenciones del género, Yo soy otro se separa del relato clásico que necesita de un sujeto que dé cuenta de su identidad y sus transformaciones. José, en cambio, es una fuerza a la deriva. En vez de una narración gobernada por la causalidad, Campo elige de nuevo la creación de metáforas y la expresión alegórica que le permite separarse, a la vez, del objetivismo y el subjetivismo: la analogía entre los virus y la violencia, el descenso a las profundidades, las sectas y las conspiraciones, las alusiones a la leyenda fáustica para hablar de una generación que cambió su alma por las quimeras del éxito y el desarrollo.

El interés de Campo era ir más allá de la anécdota, “utilizando estrategias que son usuales en este tipo de obras: mirar a través de la mirada de otros, interrupción del dispositivo narrativo convencional, uso de modos retóricos del lenguaje, es decir, tropos que en Yo soy otro son muchos: repetición / variación, acumulaciones, metáforas, interpenetraciones, alteraciones del iconismo, símiles, hipérboles, secuencialización y yuxtaposición, dialéctica de fragmentos” (12).

Yo soy otro fue estrenada a mediados de 2008 y tuvo poca suerte con el público colombiano. Los espectadores le cobraron a Campo su renuncia a expresarse en una forma más “canónica” y transparente. La película revela las preocupaciones teóricas actuales de Campo orientadas a un pensamiento que cuestiona la identidad, cuyos orígenes sitúa Vattimo en la filosofía de Nietzsche y Heidegger a través de su crítica radical a la noción de sujeto heredada de Descartes. Quien habla no es un sujeto sino una máscara. Pero para un público mayoritariamente montado en una ola de nacionalismo acrítico (otra cara del esencialismo identitario), este discurso resultó ajeno y abstruso.

Óscar Campo cae en una contradicción ideológica: niega su interés en el viejo ideal del autor pero hace una película enteramente autorreferencial y construye un universo donde el espectador común y corriente tiene pocas posibilidades de entrar. Aunque Campo afirme que llegarle al gran público no era su interés, es importante permitirse pensar que muchas cosas fallaron en el tránsito del guión a la puesta en escena, así hayan sido deliberadas o respondan a la lógica de un filme de tesis: la construcción dramatúrgica es endeble, los personajes no despiertan solidaridad y las ideas son demasiado explícitas.

Yo soy otro es un conmovedor intento de producir pensamiento crítico a través del cine en un ambiente enrarecido y exaltado donde prima el unanimismo y la mayoría de directores se han dedicado a hacer panfletos sociológicos simétricos con los intereses del poder. Su eventual fracaso es proporcional al reto planteado: el de pensar en tiempos de crisis y en medio de explosiones.

Notas:

1. Entrevista a Óscar Campo por José Urbano, “Un cine sin sol”, Kinetoscopio No 83, Vol. XVIII, Medellín, Centro Colombo Americano, 2008, p. 71.

2. Ibíd, p. 72.

3. Óscar Campo, “Nuevos escenarios del documental en Colombia”, Kinetoscopio No 48, Vol. IX, Medellín, Centro Colombo Americano, 1998.

4. Entrevista a Óscar Campo por José Urbano, Art. Cit. p. 73.

5. Ramiro Arbeláez, “Rastros documentales”, Cuadernos de cine colombiano No 4, Rostros y rastros, Nueva época, Bogotá, Cinemateca Distrital, 2003, pp. 15-16

6. Laureano Gómez fue presidente de Colombia (1950-51) y líder histórico del partido Conservador. Ha sido acusado de instigar la violencia partidista que se escenificó, especialmente en el campo colombiano, en los años posteriores al asesinato en 1948 del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán.

7. Este episodio puede ser considerado un mito de origen para el cine de Caliwood; Carlos Mayolo lo reconstruye como telón de fondo de Carne de tu carne; a su vez, Luis Ospina recuerda que esta explosión permitió su encuentro, siendo muy niño, con Carlos Mayolo.

8. En Pura sangre, Luis Ospina ofrece una pavorosa ilustración de cómo los cuerpos se vuelven desechables, esta vez en el caso de los niños que son desangrados, violados y asesinados, y cuya sangre sirve para mantener con vida al terrateniente regional.

9. Óscar Campo, “La crisis de las ficciones del yo”, ponencia presentada en el encuentro “Estéticas y narrativas en el audiovisual colombiano”, Biblioteca Luis Ángel Arango, 22-24 de octubre de 2008, disponible en www.extrabismos.com

10. Ibíd.

11. Óscar Campo, “Notas sobre Yo soy otro. ‘Fue como abrir una caja de Pandora’”, Kinetoscopio No 83, Vol. XVIII, Medellín, Centro Colombo Americano, 2008, pp. 78-79.

12.Entrevista a Óscar Campo por José Urbano, Art. Cit. p. 74.