martes, 22 de julio de 2014

Tierra en la lengua, de Rubén Mendoza: Un cine al margen de la razón

Enfrentar, como espectador, una película de Rubén Mendoza, es abismarse en un viaje a lo desconocido sin posibilidad de anclaje en puntos de referencia, guías o códigos, ya sean estos cinéfilos o tomados de la experiencia de la realidad.

Esa es, creo, la mayor virtud y el potencial de debacle y decepción que, a partes iguales, encierran los trabajos de este director colombiano. Estamos ante un creador con un universo emocional único, con una visión embriagada de las cosas y los seres, con la capacidad de someter el mundo material –el único del que dispone el cine– a soluciones visuales siempre sorprendentes y no pocas veces excesivas, muchas veces contingentes o aparentemente innecesarias. 

La poesía

En sus cortos, hoy por hoy ineludibles en la precaria historia de nuestro cine reciente, esa voluntad de dispersión se halla contenida por el propio formato; las líneas de fuga que ellos se permiten, por ejemplo La cerca y La casa por la ventana, abren un espacio poético que es al mismo tiempo el de la crueldad, algo así como la belleza convulsiva que imaginó Bretón en Nadja.


Perpetro este prólogo solo para tratar de situar en un espacio comprensible el amor, pero también la frustración que me provoca Tierra en la lengua, el segundo largometraje de ficción de Rubén Mendoza. Vi la película tres veces y en sendas ocasiones la encontré “diversa de sí misma”, es decir, cada vez más enmarañada, más anárquica, probablemente más fascinadora. La primera vez, en compañía del propio Rubén y del escritor y traductor Joe Broderick celebré en ella un retorno al mundo que, considero, es más cercano a la sensibilidad de su director: el universo de los afectos familiares sometidos a la presión de un entorno de intolerable violencia. 

Tanto en La cerca como en La casa por la ventana, hay un paisaje –moral, geográfico, cultural– que se ha perdido, o que nunca existió. Las cosas y los seres han sido expulsados de un improbable paraíso. Esa narrativa, que no es la de la nostalgia, configura sin duda nuestro mejor cine político reciente pues más que atarse a los acontecimientos de la Historia con mayúscula nos enseña a ver los pormenores, las relaciones contrariadas por el poder, y lo hace con las mejores armas que el cine tiene: por mostración y no por demostración.

La ideología

La segunda vez fue en el ambiente caldeado del Festival de Cine de Cartagena, donde la película cosechó una estela de premios y se encaminó hacia el mito. Esta vez la recepción de Tierra en la lengua estuvo fuertemente contaminada por las querellas ideológicas. No pocos vieron en ella, a través de Silvio, el complejísimo personaje principal, una cuasi celebración del patriarcado, una justificación poética de la violencia familiar, una verificación antropológica o al menos una declinación sumergida en el fondo de un complaciente “así somos”. Las infinitas conversaciones posteriores sobre la película abrieron un espacio de percepción intersubjetiva donde ella misma se enrarecía y, sobre todo, nos dejaba de pertenecer como experiencia individual. Su sentido había que construirlo colectivamente.

Considero que las obras definen su sustrato ideológico desde decisiones formales más que a través de su contenido. Si bien el personaje de Silvio es el centro magnético de la película, frente al que giran personajes secundarios no definidos con la misma fuerza y entereza, eso en sí mismo no hace a Tierra en la lengua una exaltación del patriarca. Más problemática resulta la fascinación visual de la película con algunos elementos violentos que quizá se podrían haber evitado pero que le restarían parte de su crueldad, es decir de su fuerza: la relación con los animales y los cuerpos, por ejemplo, o los desvaríos verbales que revelan una “axiología de la agresión” en la que no es muy clara la posición que Mendoza suscribe.  

Lo más contradictorio o paradójico de Tierra en la lengua es que al representar la violencia por momentos la reproduce y se vuelve su cómplice, incluso estetizándola, convirtiéndola en el objeto de su amor. Tema y estilo corren el riesgo de hacerse indiferenciables. Lo que en principio sería una virtud se paga muy caro: la posibilidad reflexiva del espectador es coartada, quedamos librados a una emoción sin dosificaciones que explica el rechazo que en amplios sectores, por ejemplo en los muy conservadores y adocenados festivales internacionales sobre todo europeos, despierta la película. Se ve uno tentado a pensar que la fascinación por la vulgaridad y la crueldad es más del director que de la propia lógica interna de la película. ¿Y para qué?

Pero al contrario de muchos de sus contradictores, veo que Tierra en la lengua, en relación con la arrogancia del patriarcado o su probable justificación o alabanza, tiene mucha más ambigüedad de la que ven quienes la rechazan de plano basados en esos argumentos. La película acepta desde adentro la inevitabilidad de lo que está contando –el machismo, el poder que se inscribe en la familia y que viene y va de lo íntimo a lo público– y las redes de complicidad que el patriarcado requiere. Pero también lo sacude en sus bases, lo lastima.

Por una parte, en apariencia lo asume y lo celebra, cuando en el prólogo –un lugar complicado, por su peso semántico, para ubicar una declaración de carácter documental–, la esposa de Silvio atenúa la violencia de que fue víctima, la normaliza. Pero ese archivo oral –trucado o no–  es apenas un testimonio que difícilmente se puede confundir con el punto de vista de Rubén, que en verdad está más diseminado. Por otra parte lo critica, a través de los nietos, aunque como ya se ha dicho estos no tienen la suficiente entidad como personajes para establecer con Silvio una relación verdaderamente oposicional. Sus intentos de subvertir el poder del abuelo se disuelven en simples gestos o rasgos caricaturizados, por ejemplo el sugerido afeminamiento o incluso el travestismo del nieto hombre.

El mito

La tercera vez que vi Tierra en la lengua fue en un reciente ensayo de prensa, mucho más distendido, más íntimo. Allí pude ver algo así como la estructura de una película que se niega a tenerla: su inspirado arranque, las promesas de un viaje familiar lleno de tensiones, la ilusión de que en ese trayecto va a ocurrir una epifanía, algo reveladoramente contundente que nunca termina por llegar. Porque el viaje mismo, el sistema de relaciones entre el abuelo y sus nietos, entre el abuelo y sus víctimas, entre el abuelo y sus cómplices, se termina desvaneciendo en una serie de anécdotas con una precaria unidad interna. Personajes como el médico y los guerrilleros, o episodios como el del viaje de ácidos, hacen creer por momentos que Mendoza pierde el interés y la atención en lo que está contando, o la propia fe en sus personajes. El resultado de ese déficit es la saturación visual y narrativa, la anarquía –no pocas veces virtuosa – y el exceso que a veces es significativo porque acarrea una posición carnavalesca como cuando el nieto destiñe con una canción obscena la utopía política de los guerrilleros. El gran talento de Rubén es al mismo tiempo su peor enemigo.


Después de las torceduras que afectan su columna vertebral, al final la película vuelve a andar, recupera su talante poético y nos entrega, en los minutos finales, no precisamente una defensa –o una elegía– sobre la vida de un hombre inmenso en sus contradicciones sino la constatación del inevitable y melancólico– final de todo poder.

Tierra en la lengua es la más desafiante de las películas que se han realizado en el cine colombiano contemporáneo; su negación a acogerse a toda fórmula, con la valentía y la arrogancia que eso conlleva, invita a la adhesión o al rechazo sin términos medios. La obra que Mendoza ha ido configurando permanece sin embargo abierta como una interrogación de futuro. No he visto Memorias del Calavero pero vi a amigos exaltados por su caótica independencia. Y me dicen que Señorita María Luisa: la falda de la montaña, ya rodada, tiene un material potente que promete un gran documental sobre “una vida recreada al margen de la razón”.

Tal vez el delirio que se respira en el cine de Mendoza sea, en todo caso, una respuesta a la pregunta sobre lo que debe ser nuestro cine en sus intersecciones con lo que somos como sociedad. Pero en ese caso, estas películas, rabiosamente libres, tendrían que inventar al espectador del porvenir.

Ver trailer:



4 comentarios:

Unknown dijo...

"Lo que en principio sería una virtud se paga muy caro: la posibilidad reflexiva del espectador es coartada, quedamos librados a una emoción sin dosificaciones que explica el rechazo que en amplios sectores, por ejemplo en los muy conservadores y adocenados festivales internacionales sobre todo europeos, despierta la película. Se ve uno tentado a pensar que la fascinación por la vulgaridad y la crueldad es más del director que de la propia lógica interna de la película. ¿Y para qué?":
¿Realmente puede usted creer que esta sea una desventaja? Quizás sea la única ventaja de una película que se sostiene sólo por su plasticidad visual y sonora, con un personaje, francamente, todo lo contrario a un "complejísimo personaje" (¿cuál es la complejidad que ve usted en Silvio?).
La reproducción de la violencia en ciertas escenas -violencia contra los animales y contra el mismo espectador-, es la expresión mejor lograda de esa relación simbólica que usted nombra entre el cuerpo y los animales, más exactamente entre Silvio y los animales, el hombre y la naturaleza, ambos en decadencia y putrefacción. Mendoza logra construir una muerte increíblemente plástica. Pero esas escenas son también una forma muy inteligente de construir en la película la relación entre los tiempos que fueron y los que son: al mismo tiempo que se suceden las imágenes, escuchamos la voz en off de la mujer de Silvio, aquella que nos cuenta su dureza de macho, su talante y su ser inquebrantable ante una violencia histórica que no le gana la batalla (lo que no lo hace un personaje complejo, sólo uno muy fuerte). La disonancia entre el pasado y el presente crea, para el cine, una escena increíble análoga al final de “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, en donde el gran patriarca “se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (esta relación me viene de otra crítica aquí publicada, que empieza con este paralelo bastante interesante). Creo que este es un gran logro de la película, ¿qué dice usted? ¿en verdad será sólo “la fascinación por la vulgaridad y la crueldad”?
En mi opinión, estas son las mejores escenas de la película, quizás las únicas, pues como usted dice “personajes como el médico y los guerrilleros, o episodios como el del viaje de ácidos, hacen creer por momentos que Mendoza pierde el interés y la atención en lo que está contando”. Pero yo complementaría diciendo que el hilo argumental siempre fue muy delgado, tanto que la ruptura, el llevarlo hacia el absurdo, no provoca realmente una reacción fuerte o no se podría considerar como una apuesta estética seria.
Salvo, también, lo que usted llama el prólogo de la película, muy bueno en verdad, pero yo no diría que es “un lugar complicado, por su peso semántico, para ubicar una declaración de carácter documental”. Se me hace que funciona como una muy buena introducción al personaje, una forma certera de dibujar las directrices dentro de las cuáles este personaje se va a desenvolver. ¿Dónde está lo complicado de éste? , ¿en qué se basa usted para decir que es una declaración de carácter documental?
Por último también quiero preguntarle: ¿cuál poesía? ¿a qué se refiere usted con eso? Se me hace que nombra muchas cosas que usted ni define ni da trazos para entender. Y como se ha dado cuenta, con muchas de estas grandilocuentes afirmaciones suyas, no puedo estar de acuerdo.
Espero sinceramente que usted lea esto y pueda ofrecerme una respuesta que me incite a responder de nuevo.

Anónimo dijo...

Los nietos son caricaturas bastante simplonas, por lo cual el personaje del abuelo jamás encuentra ningún elemento con el cual contrastarse, ni confrontar nada. Así, como una fuerza que se dirige a la meta anunciada, sin encontrar ninguna oposición, distracción o disgresión en el camino, el resultado es una apología al patriarcado del caporal rural y urbano hecha precisamente por un director con ínfulas y métodos de patriarca igualmente violento. Coincido en que esta película es otra forma de reafirmar el "así somos", donde Rubén Mendoza vendría a estar configurándose como nada más que una especie de Dago García sórdido, sólo que igual o más conservador, en el sentido que el joven director mantiene, reafirma y da importancia morbosa al acto de "shockear" a como dé lugar, sin importar los medios o mecanismos, a audiencias igualmente conservadoras y mojigatas. Yo diría que el peor enemigo de Mendoza es más bien su convencimiento e insistencia en sonrojar e incomodar mojigatos que de todas maneras irán a ver los toros siempre desde la barrera en hora y media. Podría hacer más que eso. Los medios de comunicación dominantes, la ley de cine y Proimágenes desde sus convocatorias y los temas que éstas sugieren como relevantes para representar el país ante sí mismo y el exterior, han creado finalmente a Rubén Mendoza, quien ha caido en el juego de la representación institucional y "realista" de país. El abuelo que hay que sepultar no es don Silvio, sino el "realismo auto-definitorio" del cine colombiano, posicionado y afirmado en varios medios de comunicación del país, al fiel servicio de los gobiernos de turno y en la actualidad capitaneado y reproducido desde Proimágenes, los lineamientos de sus sistemas de estímulos y lógicas de producción a los realizadores/replicadores. Cuando los cineastas colombianos siguen el juego de los temas y las formas oficialmente correctas y obedientes en materia de representación política, es ahí que el sesudo Gonzalo Castellanos, escribano de Proimágenes e igualmente a cargo de la la autodefinición y la autojustificación institucional, suele lanzar cada tanto un libro diciendo que el cine colombiano ha ganado una vez más otra batalla en las estadísticas y que la diversidad temática existe. El cineasta colombiano por tanto solamente está reafirmando las representaciones mediáticas oficiales y las estadísticas y ganancias de la institución que maneja finalmente lo que el cine colombiano dice sobre Colombia: Proimágenes. Así que don Silvio no es finalmente tan machista: hasta su existencia indomable y anárquica está en función de los intereses de la señora Claudia Triana y su negocio.

Anónimo dijo...

Ojo con la supuesta ciudadela-maquila fílmica en que quieren transformar a Bogotá ahora los genios de Proimágenes y sus amigos íntimos:
http://www.culturarecreacionydeporte.gov.co/bogota-primera-ciudad-de-colombia-en-crear-comision-filmica?utm_source=emailcampaign529&utm_medium=phpList&utm_content=HTMLemail&utm_campaign=Agenda%20Cultural%20del%2028%20de%20agosto%20al%204%20de%20septiembre%20del%202014
Si es que hay algún cineasta con dignidad en Bogotá... ¡a resistir y oponerse a contar lo que ellos quieren y como ellos quieren!!

Diego Fernando gallo casas dijo...

Este delirante viaje,lento,de una fuerza aniquiladora es deslumbrante, aunque sus personajes secundarios,si les podemos llamar así,también tienen una fuerza,los dos hermanos movilizan la imposibilidad de entrar en el mundo de don sirvió,su abuelo,esa imposibilidad es una oportunidad para la cnstruccion que hace el director de tierra en la lengua,don silvio es un arquetipo mitopoietico que aún sobrevive en muchos lugares de la geografía rural de un país que no sabe que hacer con sigo misma;tierra en la lengua es de una filosidad convulsiva,no inmediata pero de una tremendas poética enorme,es lenta,sus pausas decisivas, su paisaje sonoro,y su paisaje visual contundentes, un guión,sin adornos, Ruben mendoza quizás no es el mejor director de cine del país,quizás no siquiera el lo quiera,bien por él, bien por el cine,pero quizás hace una de las cinematografías más interesantes actualmente, como podría verse en el trabajo de un Jorge echeverri,pero bueno,tierra en la lengua,dará de que hablar por un buen rato,bien por los críticos,bien para sus detractores eso es lo que necesita el buen cine,mucha mierda y muchos huevos.